Reseña del libro “Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo”.
Me quedan diez días para dejar Medellín. Diez días, pero muchas veces quise irme antes. Me quedó grande el ruido, el calor y eso que siempre creí poder señalar cuando les hablaba a otros de mi patria. Lo que no sabía es que yo también iba a quedarme gélida si una moto paraba a mi lado.
En esta ciudad hay balcones y jardines y muchas, muchas bancas, pero salir a media cuadra es sentir que hay ojos contándome los pasos por más que atrás no haya nadie. Y ese bullicio que no para, no es tormenta ni balacera, son todos gritando a la vez para ver a quién le devuelven sus muertos primero. Por eso mismo llegué a este libro. En sus páginas se confesó pecador, yo indolente. No hubiera podido irme de Medellín sin leerlo. En Colombia todas las cosas, las diminutas incluso, sorprenden más que la muerte. Tan solo basta con preguntar entre los amigos para ver que a todos nos mataron a alguien. No sorprende entonces que entre tanto duelo este libro vaya en su decimotercera edición.
No sorprende tampoco que Hector Abad Faciolince y su editorial Angosta hayan publicado a la autora. Cómo va a sorprender, si aquí ni padres ni Estado tenemos. Lo que sorprende, me atrevo a decir, es que Medellín entera cupo en esas 252 páginas. La Historia de la ciudad son esos 10 miembros de la familia Jaramillo Klinkert. Lo que Sara hizo con su libro abarca y menciona como si de premonición se tratara, porque al encarnar en tinta lo que les pasó nos damos cuenta que Medellín sigue siendo desenlace y no un evento desafortunado en la biografía del país. Esto, además, con una pluma que no se queda con nada. Sin ser un libro del todo político, señala bien clarito de dónde viene nuestra orfandad nacional.
Volviendo a lo de mi indolencia, no sé si era burbuja, ventanal o recuerdo. Sólo hasta que me mudé aquí pude entender qué fue crecer con la televisión siempre en esa noticia: otro secuestrado más, pero la selva era la misma por la que viajábamos para ir a piscina. De niña también llegué a saber que el tiempo pasaba porque a esa mujer que quiso ser presidenta le seguía creciendo el pelo en cautiverio. Por más que mi familia y yo viviéramos en Bogotá, mi abuela me mostraba cómo salía de casa con las llaves agarradas cual puñal. De noche, yo les pedía a mis papás que no prendieran la alarma, que pasaran a mi hermano a mi cama, que por favor nadie durmiera en el cuarto que daba a la calle. Seguro a ustedes también les enseñaron que a una parte de la Historia colombiana se le llama la Violencia, con "v" mayúscula. Ya no recuerdo por qué, pero en esta ciudad sí es nombre propio. Me frustraba tanto no saber entenderla cuando incluso con "v" mayúscula pedía una identidad.
Solo hasta que en este libro Sara contó su infancia, vi que alguna vez Medellín también fue niña. Que también creció rodeada de campo, que un día que no tuvo colegio se quedó jugando Nintendo y esa misma tarde le mataron al papá. De igual manera, y como todas las personas con sus cambuches debajo del metro, leí que su tío también vivió así, que su hermano, con el cuerpo infestado de las mismas drogas, acabó igual o peor. Pero con todo y eso, Medellín se endereza en el marco de la puerta, me invita a entrar y me ofrece café. Me lo quiere dar con leche y azúcar, pero si no, entonces tinto. Por más que no me lo tome todo, por más que lo deje enfriar, Medellín vuelve y me sirve. A mí que ya me voy, a mí que no soy víctima y solo leí esas páginas; a mí que solo me queda rendirme ante lo que hace la Historia.
La que raya libros
Camila Echeverri Duarte ced.camilaecheverrri@gmail.com Estudios de Redacción creativa digital. U, de los Andes. Estudios de actuación en Los Angeles (California). Docente Online en enseñanza de inglés.
Que manera tan hermosa de expresar sus sentimientos. Que buen artículo.